Su reloj marcaba casi las 5 de la tarde. Sus ideas, impregnadas de incertidumbre, sólo coqueteaban con esta intención: Cambiar de manera radical su vida. Cometer ese pecado que según el catolicismo nos condena a vivir (o morir, según se haya entendido la Biblia) eternamente en el infierno. Simplemente quería usar ese pequeño grado de libertad, de libre albedrío, que se llama suicidio. No tenía clara la manera de hacerlo, pero creía que apartarse de los lujos que lo rodearon desde el inicio de su vida, hace 37 años, sería un buen comienzo. No sabía cómo pero presentía que hacer esto lo pondría en el camino necesario para el suicidio. Esto, aparentemente carente de sentido, era en el fondo, de manera inconsciente, para encontrar alguna razón, cualquiera, aún la más estúpida, que desechara su objetivo.
Además él, distinguido por ser precavido y planificador, no evitó caer en lo obvio, en lo indigno, en lo corriente y decidió conseguir una calibre .22.
Aquí algunos se preguntarán por qué este hombre veía en vivir un obstáculo, qué le resultaba molesto de vivir, por qué era tan miserable y, por inverosímil que parezca, a pesar de tener poder, poder que invariablemente otorga el dinero y el éxito que alcanzó a temprana edad (por la herencia de su papá), nuestro personaje principal creía carecer de sentimientos, esto porque siempre era indiferente a cualquier situación que en otro significaría una tormenta en una vaso de agua, jamás había sentido lo que las quinceañeras llaman amor o su contraparte, el odio, de hecho creía que el odio era una extensión del amor. No estaba seguro de haber sentido alguna vez felicidad y mucho menos tristeza. Él, haciendo uso de la razón, cómo lo hacía siempre que tenía que tomar una decisión, creía que de poder sentir, tal como los demás lo hacían, se sentiría miserable por aparentemente no poder sentir nada. Aunque todo esto implique contradicción.
Decidido abordó el transporte público sin saber hacia donde se dirigía, después de caminar sin dirección durante dos horas ignoraba dónde se encontraba.
Dentro del camión, entre el olor a sudor, sangre con agua y a perfume corriente, soportando el calor provocado por 34 personas medio amontonadas, notó la presencia de una mujer, exuberante, atractiva, con un vestido entallado, que usado por alguien más significaría elegancia y decencia, en ella era todo lo contrario, resaltaba cierto dejo de vulgaridad y promiscuidad, caracetrísticas que para él no eran evidentes. Se acercó a ella y entablaron una breve conversación que culminó seis calles después, cuando se bajaron del camión y fueron al departamento de ella.
El departamento era viejo y bastante pequeño, como los que da el gobierno pero sin los ladrillos anaranjados en la fachada. Al entrar la bienvenida te la daba el impregnado olor a sexo, enmarcado por una cama sin sábanas y una botella de sidra a medio vaciar. Los dos, pretendiendo entrar en confianza y después poder mostrarse impúdicos, bebieron el resto de la botella de sidra y un cuarto de botella de ajenjo, fumaron varios cigarros y él comenzó a quitarle la ropa para culminar lo que sabían pasaría.
Bastante complacidos, decidieron hacer lo que habían dejado de lado:
-¿Cómo te llamas?- preguntó él- te conozco más de lo que muchos podrían conocerte y, sin embargo, ignoro tu nombre.
-¿En verdad te interesa saber mi nombre? Sabemos que es irrelevante, después de que salgas por la puerta, probablemente jamás nos volvamos a ver. Bautízame con el nombre que te convenga.
–Jamás había hecho algo así, si supieras lo que sentía hoy en la mañana sabrías que esto significa mucho para mí, pero antes de darle tal valor quiero saber ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no desconfiaste y saliste corriendo después de que te propuse que hiciéramos esto?
Entre risas ella le contestó –No creí que fueras tan ingenuo, eres la sexta persona que traigo aquí este mes, pero la primera que me lo propone y también la primera que no me califica de ramera. Sinceramente lo hago por placer, por sentirme útil, por encontrarle sentido a todo esto, y además no me vengas con que no te gustó.
De repente el sintió estremecer su cuerpo, se le revolvió el estómago y se paró rápidamente, sabía que el jamás hubiera actuado así pero sin embargo lo hizo, mientras la veía fijamente a los ojos buscaba algo en su saco.
Al salir tropezó con el tapete que daba la bienvenida (en inglés, welcome) al departamento. Cayó por las escaleras y escuchó como tronaban los huesos de su espalda. Examinó su cuerpo y descubrió que sentía dolor, aunque tal vez no era eso, tal vez era felicidad, tal vez era desesperación, tal vez lo que sintió fue alivio, tal vez sólo sentía satisfacción al saber que no era la persona más miserable que existe ¿Cómo poder darle nombre a lo que sentía si el creía jamás haber sentido? Esto era completamente nuevo.
Ella yacía inerte sobre el suelo, tenía un hilo de sangre que salía de su frente, salpicaba sus ojos fríos y fijos, rodeaba su oreja y terminaba en una bala, bala culpable del disparo escuchado segundos antes de que él tropezara.